Ahora sí, con este post cierro este tríptico que abrí hablando de qué significa mentorizar y que continué con sus tipos de estrategia (formal, informal y lo que surja). En este texto hablaré de las otras dos patas necesarias para que se sostenga esa mesa que es el diseño de una buena relación de mentorazgo: ejes del aprendizaje (necesarios para plantear y hacer seguimiento de objetivos) y buenas prácticas de comunicación, con los que evitaremos caer en la trampa de la instrucción.
Los ejes del aprendizaje
Una vez decidido el tipo de relación (formal, informal, peer, reverse o lo que interese de cada una) inevitablemente surgen la siguientes preguntas: ¿Cómo establecer los objetivos? ¿Cómo decidir qué se va a evaluar? Si conocer los tipos de mentorazgo nos facilita elegir cómo mentorizar, comprender los ejes del aprendizaje nos servirá para decidir sobre qué mentorizar.
Si bien hay distintas formas posibles de afrontar las preguntas anteriores, aquí vamos a tirar del hilo que nos ofrece la taxonomía de Bloom por ser la que más éxito ha tenido en enseñanza al categorizar competencias educativas. Este modelo tiene en cuenta tres categorías usadas para clasificar objetivos de aprendizaje jerarquizados según complejidad. Las tres categorías responden a la creencia de que las capacidades psicológicas de las personas se pueden agrupar en tres dimensiones: cognitiva, afectiva y psicomotriz. Atendiendo a estas tres dimensiones podemos establecer diferentes objetivos de aprendizaje basados en adquirir conocimientos (ámbito cognitivo), actitudes (ámbito afectivo) y/o habilidades (ámbito psicomotriz).
Será más fácil entender la diferencia de los tres ámbitos con un ejemplo práctico. Imaginemos que queremos ayudar a alguien a mejorar en el arte de hacer entrevistas a personas/usuarias/clientes (como prefiráis llamar a las personas a las que os dirigís). Para plantear objetivos primero y valorar qué tal ha ido la cosa después podemos (¡debemos!) valernos de diferenciar competencias de los distintos ámbitos. Porque no es lo mismo saber cómo se hace una entrevista (conocimiento, ámbito cognitivo), que tener experiencia haciendo entrevistas (habilidad, ámbito psicomotriz), que ser capaz de hacerlas sosegadamente y con buen talante (actitud, ámbito afectivo).
Diferenciar estas áreas es clave para poder enfocarnos en las necesidades de la persona que está aprendiendo y no despistarnos trabajando aquello que no necesita porque ya tiene. Continuando el ejemplo anterior, imaginemos que hemos identificado que la persona que quiere mejorar en el arte de hacer entrevistas tiene ya una sólida base teórica sobre cómo hacer entrevistas (conocimiento) pero muy poca experiencia haciéndolas (habilidad) y además sabemos que hacerlas le generan una gran frustración (actitud). Visto así es relativamente fácil unir los puntos y decidir en qué tema centrarse y cuál conviene dejar de lado.
Especialmente en mentorazgos de tipo formal, lo ideal es hacer una evaluación previa de conocimientos, actitudes y habilidades de la persona mentorizada en base a la que se plantean objetivos sobre qué competencias se esperan adquirir o reforzar y que serán evaluadas durante el proceso de aprendizaje.
En cualquier caso me gustaría insistir en la importancia de no utilizar esta división para parcelar las áreas de conocimiento y tratarlas (craso error) como compartimentos estancos y por tanto aislados (la taxonomía de Bloom ya ha sido muy criticada por esta y otras razones). Esta división es útil como heurístico para establecer criterios a evaluar, siempre sin despreciar la complejidad y la interrelación entre los mismos.
Escuchar antes de hablar
Si tuviéramos que reducir una relación de mentorazgo al mínimo el resultado sería una conversación entre dos personas. Ni planes, ni estrategias, ni evaluaciones. La sustancia última de esta relación es un diálogo. Para que esta comunicación sea fructífera es clave tener presente las distintas posiciones de ambas personas y los objetivos de la relación.
Una situación que he vivido más de una y de dos veces en presentaciones de proyectos de cursos de diseño es la de alumnas que justifican decisiones con un “lo hice así porque mi mentora me dijo que lo hiciera así”. Cada vez que sucede me salta la alarma de que algo ha fallado, la alerta de que hay decisiones de la persona que está aprendiendo basadas en un argumento de autoridad. La alarma se hace especialmente ruidosa al recordar la diferencia entre praxis (educación) y poiesis (instrucción) que desarrollé en el primer texto de esta serie. Una respuesta así no indica que se haya aprendido algo, sino que se ha seguido una instrucción.
Para la persona que mentoriza es muy tentador caer en la trampa de la poiesis. Desde la claridad de ideas que dan el conocimiento y la experiencia es fácil querer ayudar dando instrucciones muy específicas sobre cómo y cuándo resolver distintos problemas. Sin embargo esto es raramente beneficioso para la persona que está aprendiendo. Para evitarlo es fundamental cuidar un ciclo de comunicación en el que la persona que mentoriza adopte una posición reactiva, facilitando a la mentorizada aprender a encontrar sus propias soluciones. Todo esto implica aceptar que la relación debe ser en cierto modo conducida por la persona mentorizada. Al fin y al cabo, es su aprendizaje.
Este ciclo de comunicación precisa de cierta disciplina y algo de contención por parte de la persona que mentoriza. Para empezar a adquirir las habilidades comunicativas necesarias nos podemos apoyar en un modelo de cuatro fases basado en el principio de escuchar antes de hablar y que podemos llamar comunicación reactiva.
Las cuatro fases de la comunicación reactiva
1) Escucha activa
Lo primero es escuchar, pero no de cualquier manera. La escucha activa (el concepto lo acuñó Carl Rogers, aquí su libro) es una forma de comunicación que demuestra al hablante que el oyente le está entendiendo. Cuidar el lenguaje corporal expresando que se escucha, evitar prejuzgar y mostrar gran disponibilidad son algunas de las claves para que la otra persona sepa que está siendo escuchada y se sienta con ánimo y confianza para hablar.
2) Parafraseo
El parafraseo consiste en reformular o resumir desde el ángulo del oyente. ”Creo entender que…”. Es una forma de asegurar que estamos hablando de lo mismo y una oportunidad para formular las ideas de una mejor forma. Una persona que está aprendiendo puede tener claro qué quiere decir pero le pueden faltar conocimientos para exponerlo de forma correcta. El parafraseo no deja de ser una forma de escucha activa y también sirve para certificar que el mensaje ha llegado.
3) Aclaración
Una vez que la persona que mentoriza ha escuchado y, no menos importante, ha demostrado que ha escuchado, es momento de resolver dudas y profundizar sobre lo hablado. Aquí ya podemos pedir detalles (“cuéntame más sobre…”), explorar el lado emocional (“¿cómo te sientes acerca de… ?”) o pedir que se desarrolle algo nombrado.
4) Feedback
Honesto, constructivo, específico, argumentado y accionable. Hay muchísimo escrito sobre cómo dar buen feedback y este no es el lugar para hacerlo de nuevo. Lo único que quiero destacar es que es en este momento, al final de un ciclo del diálogo entre dos personas, cuando hay que ofrecerlo. Si alguien quisiera profundizar, “Thanks for the Feedback” de Sheila Heen y Douglas Stone da claves en términos generales mientras que “Discussing Design” está dedicado a feedback específico en diseño.
En conclusión
En estos tres posts he tratado de desarrollar una suerte de checklist que ayude a diseñar y desarrollar una buena relación de mentorazgo. Recordemos: conocer la diferencia entre aprendizaje e instrucción, saber cómo decidir qué estrategia seguir (formal, informal, peer, reverse), hacer uso de ejes de aprendizaje para plantear objetivos y evaluar y, finalmente, cuidar el ciclo de comunicación escuchando antes de hablar.
Las relaciones de mentorazgo son complejas y no están libres de posibles problemas. Se pueden dar desajustes (en carácter, ideología, cultura…), casos de falta de implicación y expectativas mal gestionadas. La última palabra es siempre de la persona mentorizada y en ocasiones hay que romper la relación de forma prematura (desde aquí insistimos en que llegado el caso política de cero dramas).
Los beneficios en cualquier caso son muy numerosos, y no sólo para la persona que se ve ayudada en su aprendizaje. La persona que mentoriza se pone a prueba viéndose obligada a poner orden a sus conocimientos y a reflexionar sobre su propia práctica. Eso si, muy habitualmente se ve reafirmada (hola de nuevo, Síndrome del impostor). También hay beneficios para el contexto en el que la relación se desarrolla, donde se amplía la base de habilidades del grupo (si lo hubiera, claro), se producen mejoras perceptibles en la moral general, se reducen lagunas educativas y (esta me gusta especialmente) se fomenta la cultura de cooperación.
Que sean relaciones complejas (casi tanto como las personas que participan en ellas) no significa que tengan que ser difíciles y desde aquí animamos a quién tenga el deseo pero esté dudando en aventurarse sin miedo, que a ayudar también se aprende.
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Los posts anteriores de esta serie: