La mentorización es uno de los mecanismos clave de aprendizaje en entornos laborales y educativos. Vivimos en sociedad y, aunque en ocasiones se nos olvida o lo negamos, no existe tal cosa como la persona “hecha a sí misma” (si no me creéis a mí, creed a Arnold). Una relación de mentorazgo, al facilitar el tránsito en un proceso de aprendizaje, puede ser determinante en el curso de una carrera profesional.
A nivel personal he tenido la oportunidad de estar en la posición de mentor de personas que quieren formarse en diseño de experiencia de usuario tanto en distintos trabajos (la última experiencia en Kaleidos, claro) como en alguna escuela (un cariñoso saludo a La Nave Nodriza). Estas experiencias han sido variadas por sus contextos pero también en duración, método y tipo de relación. Variadas también por sus resultados, que han sido dispares. En ocasiones ha ido bien y en otras no tanto, por qué no decirlo, aunque nunca calificaría de negativa ninguna de las experiencias. La intención con las palabras que siguen es hacer una reflexión sobre esta práctica destacando algunas ideas clave y ejes básicos a tener en cuenta, con la esperanza de que pueda servir de ayuda a personas que se animen a comenzar una relación de mentorazgo.
Serán dos tres posts. Este primero orientado a cuestiones más, digamos, filosóficas (qué es, cuándo hacerlo y la “buena” aproximación). El segundo texto tendrá una orientación más práctica, hablando de tipos de mentorazgo, ejes del aprendizaje y cuestiones a tener en cuenta en la comunicación.
Aviso: Por ser lo que conozco, los ejemplos para ilustrar los distintos conceptos estarán relacionados con el aprendizaje en diseño y experiencia de usuario, pero las lecturas que me han ayudado a darle forma a esto son de contextos variados (educación, arte, medicina o específicas de mentoring) y todo debería ser perfectamente aplicable a otros gremios.
Los sueños de la instrucción producen monstruos
En “Frankenstein o el moderno Prometeo” (probablemente la primera novela de ciencia ficción de la historia) Mary Shelley cuenta la historia de un científico que crea una criatura a la que rechaza por monstruosa y que acaba enfrentándose al mundo en soledad cargada de odio y sed de venganza.
En el ensayo Frankenstein educador, el pedagogo Philippe Meirieu afirma que el monstruo de la historia no es la criatura sino su creador, por haberla abandonado a su suerte, viéndose ésta obligada a autoeducarse sin ayuda ni acompañamiento. Meirieu utiliza la historia para hablar de los riesgos de confundir instrucción con educación y así profundizar en la oposición de dos modelos de aprendizaje basados en dos conceptos griegos que enfrentados y relacionados han sido muy utilizados en educación: la poiesis frente a la praxis. La poiesis se entiende como fabricación, es una instrucción centrada en el aprendizaje de tareas medibles y cuantificables. Por contra, la praxis es otro tipo práctica, una acción basada en procesos inciertos y sin final concreto. El crimen del doctor Frankenstein consistió en reducir la formación de una persona a mera poiesis (a su fabricación, literalmente hablando), huyendo en el momento en el que era necesario implicarse en la praxis, en ese camino incierto que que es la vida se le presentaba a su criatura por delante.
El modelo de instrucción puede tener sentido para tareas perfectamente acotadas como pueden ser aprender una receta de cocina, a conducir o a nadar a crol, por poner unos ejemplos. Lo que denuncia amargamente Meirieu es que la enseñanza le da ese mismo tratamiento a procesos de aprendizaje complejos, siendo instrucción (poiesis) cuando debería ser educación (praxis). Y un aprendizaje basado en acciones deterministas, como son la transmisión de teorías y la instrucción en tareas, es más propio del mundo militar que del educativo (no en vano no se habla de “educación militar” sino de “instrucción militar”). Memorizar listas de nombres y fechas para volcar conocimientos en un examen o replicar mecánicamente los teóricos pasos de un proceso de diseño son algunos ejemplos de educación basada en la instrucción que nos pueden resultar familiares.
La idea de apostar por procesos de aprendizaje complejos y con cierto grado de indeterminación protagonizados por la persona que aprende (personalización) y centrados en el conocimiento empírico (la práctica) es clave en nuevos modelos educativos. Montessori, Kumon o Suzuki son algunos ejemplos. En educación artística María Acaso y Clara Mejías hacen una encendida defensa de la praxis en su fantástico Art Thinking, al que le debo parte de las ideas anteriores.
Y si cuento lo anterior no es por intentar parecer más inteligente (que también) nombrando pedagogos franceses de nueva ola y usando palabras en griego, sino con la esperanza de que dejar la idea fuerte de que el buen mentorazgo, por ser parte de procesos de crecimiento personal (y por tanto complejos e inciertos) también debe ser praxis (educación) y no mera poiesis (instrucción).
¿Qué es mentorizar?
Una rápida búsqueda en wikipedia y nos enteramos de que la palabra “mentor” está inspirada en Méntor, un personaje de la Odisea (que en realidad era Atenea en forma humana) al que Odiseo, antes de partir a Troya por motivos que ahora no vienen al caso, le deja encargado que guíe a su hijo Telémaco en tan difíciles momentos. Y de ahí que “mentor” se use para nombrar a aquella persona que guía, aconseja o ayuda a otra persona en algún proceso o situación.
“Ayuda” es la palabra estrella en multitud de definiciones de mentorazgo. Y que mentorizar es ayudar y no otra cosa es la idea clave que nunca hay que perder de vista. Una persona que mentoriza no es, como en ocasiones se confunde, alguien que transmite conocimientos o alguien que se sitúa en una posición superior. Tampoco es alguien que conduce a otra persona a seguir sus mismos pasos. Una relación de mentorazgo es aquella en la que una persona ayuda a otra a alcanzar su mejor versión, proporcionándole guía durante su camino.
¿Cuándo mentorizar?
La cuarta exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en constatar, sin amargura ni quejas, que nadie puede ponerse en el lugar de otro y que todo aprendizaje supone una decisión personal irreductible del que aprende.
-Philippe Meirieu, 2013.
Todo debe partir de un deseo. De dos para ser más exactos, el de la persona que mentoriza y el de la persona mentorizada. Menuda obviedad. Pues no, no siempre es tan obvio. Habitualmente se dan relaciones forzadas de mentorazgo (por formar parte de cursos o de programas de empresas, por ejemplo) y basta con que una de las dos personas no esté deseando esta relación para que invariablemente sea una pérdida de tiempo. De hecho, el deseo de mentorizar es habitualmente la característica más valorada en programas de mentorazgo.
Para muestra un botón, el ranking de características de un buen mentor del Imperial College School of Medicine de Londres (1999):
Developed from ‘Preparedness to Practice, mentoring scheme’ July 1999. NHSE/Imperial College School of Medicine. Extraído de Mentoring: Theory and Practice.
La honestidad, la escucha activa y una visión libre de sesgos son otras de las características y habilidades que suelen destacarse en distintos programas de mentorazgo. Curiosamente el desempeño profesional no suele estar en el top. Este hecho refuerza la idea de que lo importante al mentorizar no es el éxito o la pericia profesional, sino el deseo y la capacidad para ayudar a otra persona. De hecho desde aquí discutimos la idea de senior-junior, top-down, o como queráis llamar a la presunción de posición de superioridad de la persona que mentoriza sobre la persona mentorizada. La situación ideal es que en estas relaciones ambas personas salgan beneficiadas, entendiendo la posición de que hay una que, por haber transitado antes un camino parecido, tiene recursos (conocimientos, habilidades, contactos…) que pueden servir de ayuda en el camino de la otra persona.
Entre los motivos más habituales por los que personas que desean mentorizar acaban no haciéndolo están la inseguridad y el síndrome del impostor, en los que las dudas sobre la práctica propia tienen un peso capital. Siempre es legítimo tener dudas sobre el desempeño propio (aunque dicen que no es síndrome del impostor si de verdad no sabes hacerlo), pero desde aquí animamos a relativizar o incluso a no tenerlas en cuenta a la hora de animarse a mentorizar, sencillamente porque aquí no es tan importante. Recordemos que el Doctor Frankenstein era un científico brillante (¡crear vida nada menos!) y eso no impidió que fuera un mentor desastroso. Y no sólo pasa en la ficción, en el mundo real hay sobrados casos que demuestran que ni tener éxito profesional te garantiza mentorizar bien, ni tener dudas sobre tus propias competencias indica que no vayas a ser una valiosísima ayuda acompañando a otra persona en un camino de crecimiento personal.
¿Por dónde empezar?
Los dos posts que siguen pretenden ser de corte mucho más práctico y dar claves que ayuden a comenzar y conducir una relación de mentorazgo.